domingo, 27 de noviembre de 2011

La Voluntad General y el Derecho Administrativo: Dos Coartadas para la Intervención Permanente

"De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirije a la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero a veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, mas se le engaña a menudo, y solo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta sólo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es mas que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mútuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general."


- Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social -


Pocas afirmaciones han tenido una mayor acogida entre la opinión pública y han sido a la vez más nocivas para la libertad individual que las consideraciones que sobre el Gobierno llevo a cabo Rousseau. Entre sus aportaciones, tal vez la más peligrosa (si es que alguna afirmación del autor ginebrino puede ser más peligrosa aún que las demás) es la que considera que existe una "Voluntad General", un interés público que es cosa diferente del conjunto de intereses individuales (al que Rousseau llama "voluntad de todos"). Y no solamente destaca que es cuestión diferente, sino que va un paso más allá y se permite afirmar que la "voluntad general siempre es recta" y confiere a su concepto de voluntad general un carácter superior a la voluntad individual (y por lo tanto también a la "voluntad de todos" como agregado que es de todas las voluntades individuales consideradas de en suma de una en una).

La mera idea de que la comunidad política, la sociedad, el Estado o cualquier nombre que quiera dársele a lo largo de la Historia al agregado de individuos tiene una naturaleza diferente de la del agregado en cuanto que tal, nos sitúa en una perspectiva holística de la Socidad, en una doctrina de carácter colectivista que dota de personalidad propia a la Sociedad y se la niega, por tanto, a los individuos que la componen. Frente a esta concepción, el Liberalismo solamente puede abrazar un "individualismo metodológico" que no solamente ha de tener un carácter instrumental y práctico sino que además debe gozar de un poderoso sustrato moral, y por lo tanto debemos concluir junto a John Stuart Mill que "el valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen".

No obstante, y aclarado este punto, vamos a centrarnos en lo que aquí nos ocupa: la voluntad general y el derecho administrativo como coartadas permanentes a la limitación de la libertad y a la intervención sistemática.

Como ya explicamos en el anterior artículo, la Revolución Francesa no supuso otra cosa que el triunfo real del Estado, al que sin duda la obra de Rousseau contribuyó en gran medida. La idea del Estado como auténtico depositario de la voluntad general, defensor del interés público, y de su aparato de poder como impulsor de un interés y una voluntad por encima de la de todos y cada uno de los ciudadanos individualmente considerados es una novedad exclusiva del periodo revolucionario jacobino-socialista que se inicia con la Revolución Francesa.

Con anterioridad, el germen de Administración Pública existente estaba al servicio del Rey. El Rey podía autoconsiderarse a sí mismo la personificación del Estado pero lo cierto es que no era sino un sujeto más, que por factores ya vistos (la primacía de un derecho consuetudinario, la existencia de otros poderes tanto religiosos como seculares que limitaban en alguna medida el poder de la Monarquía o la elevadísima fragmentación lingüística entre otros) era incapaz de asumir la verdadera noción de "poder absoluto" que en muchas ocasiones se atribuye erróneamente a los "Luises de Francia". Sin embargo, con la Revolución Francesa la Administración Pública se sitúa al servicio de esa construcción artificial que llamamos "nación" se somete a una voluntad general (cuyo contenido último a diferencia de lo sucedido con la "voluntad del Rey" no es determinable) y persigue un interés público del que nada sabemos más allá de que se le atribuye un carácter diferente y superior al del interés individual (e incluso diferente y superior de la suma del total de intereses individuales).

La Administración Pública, al no poder verse limitada por las constricciones habituales en el derecho privado (conforme al cual los derechos de todos son iguales a ojos de la ley) necesita dotarse de un mecanismo jurídico propio, capaz de adaptarse a las necesidades de la Administración Público. Ese instrumento es el conocido como Derecho Administrativo.

La Administración Pública ha recibido una nueva legitimidad (ya no obedece a la voluntad "arbitraria" de un Rey sino que responde a una voluntad general igual de "arbitraria" si no más), ha aumentado en el número de funciones y personal (la legitimación democrática y la tutela del interés público permite a la Administración intervenir en cada vez un creciente número de ámbitos) y a su vez ha abandonado la regulación del Derecho Común para someterse a un Derecho Estatutario propio como es el Derecho Administrativo (que depende de forma única de la voluntad general para aprobar sus normas básicas, las leyes).

Dicho con otras palabras, lo que nos encontramos es que el Estado que renace de la Revolución Francesa, se autolegitima a sí mismo, de esa autolegitimación extrae permiso para crecer e intervenir crecientemente y por si aún pudiese encontrar alguna clase de obstáculo en las normas jurídicas decide dejar de someter la actuación pública a un Derecho Común (que emana directamente de la Sociedad y sus relaciones) para dotarse de un ordenamiento jurídico que el Estado se da a sí mismo para "limitar" su actuación (o más bien, para amparar su intervención creciente).

Este proceso concluye (en su fase revolucionaria jacobino-socialista primigenia) con el Imperio de Napoleón. Un intento común desde la izquierda ha sido pretender vender a Napoleón como una suerte de traidor que dio muerte a la Revolución Francesa con su golpe de 18 Brumario (1799) y con su posterior coronación como Emperador (1804). Eso es radicalmente falso. Si Napoleón Bonaparte representa bien algo, ese es el espíritu estatalista que inunda cada poro de la historia revolucionaria francesa. Napoleón es la culminación autoritaria del proyecto jacobino-socialista en su versión estatalista. Es el, y no la Asamblea Nacional, quien conduce al Estado a un puesto de preeminencia con el que nunca soñaron los famosamente absolutistas Luises.

El Derecho Administrativo, dicen sus defensores, se trata de un derecho garantista, que protege al particular frente a la Administración y su posible arbitrariedad. Eso es falso. Cierto es que el Derecho Administrativo contempla garantías para el particular (de lo contrario sería un derecho abiertamente totalitario) pero no es menos cierto que esas garantías tienen como única razón de ser paliar las implicaciones en una posible deriva totalitaria que llevan aparejadas las prerrogativas totalmente exorbitantes que previamente el Estado se ha concedido a sí mismo con ese Derecho Administrativo. Pongamos un ejemplo: es cierto que el ciudadano/administrado tiene derecho (como garantía de su situación y de sus derechos individuales) a un procedimiento tasado conforme a lo establecido en las leyes para que pueda dictarse acto administrativo alguno. Pero no es menos cierto que si el acto administrativo no gozase de presunción de legalidad, eficacia, ejecutividad y posibilidad de ejecutarse de manera forzosa sin acudir a los Tribunales (cuestiones con las que en ningún caso obviamente gozaría una "decisión particular" y que sin embargo concedemos a las decisiones del personal público digamos "sin mayores problemas") por poner algunos elementos de ejemplo, daría exactamente igual cual es el procedimiento seguido pues los particulares no se verían afectados en sus derechos por la "decisión pública" en forma de acto administrativo.

Un ejemplo aún más cotidiano. En los procedimientos sancionadores, se asigna a un órgano administrativo la labor de instrucción y a otro órgano administrativo la labor de decisión. Piénsese por ejemplo en una sanción que tiene como motivo la vulneración de las ordenanzas municipales de ruidos. Un órgano (previsiblemente la Dirección de la Policía Municipal) se encarga de instruir el procedimiento mientras que otro (posiblemente el Pleno del Ayuntamiento) dicta finalmente la resolución. Se entiende que esto supone una mayor garantía para los derechos del ciudadano. Bien, piénsese en una relación entre sujetos privados, sería el equivalente a que un mismo sujeto parte de la relación se convierta a su vez en juez de las disputas contractuales que tenga con la otra parte implicada. Digamos que para que esto no sea tan chapucero, se acuerda que la averiguación sobre los hechos que dan lugar a la controversia se lleve a cabo por parte del hijo de aquella primera parte que tiene que tomar la decisión. ¿Pretenderemos entonces que se están garantizando plenamente los derechos de aquel individuo que tiene una disputa con alguien que es a su vez juez y parte del proceso? Supongo que no, y sin embargo, cuando el juez y parte es una Administración Pública tendemos a considerar que esto es así simplemente por el hecho de que sea un inferior jerárquico quien instruya y su superior quien decida finalmente. Interesante.

Lo que he pretendido con este artículo es mostrar como resulta verdaderamente inútil el empeño de algunos liberales en situar el debate en si con motivo de la Crisis Económica y del derroche del Estado de Bienestar el problema de las Administraciones Públicas es que tienen a muchos funcionarios empleados o que están interviniendo en tal o cual ámbito en que su intervención es contraproducente. Algunos pensarán que reduciendo el papel del Estado en cuestiones como los llamados "Sectores Regulados", que cerrando empresas públicas y que despidiendo a unos cuantos empleados públicos se acabó el problema con el excesivo intervencionismo. No habrán entendido nada de donde se encuentra realmente el problema. El problema del Intervencionismo no es un problema de carácter cuantitativo (cuantos funcionarios, cuantas empresas públicas o cuantos sectores en los que intervenir). El problema es cualitativo, de naturaleza. Mientras no nos demos cuenta de que el gran problema estriba en las cuestiones de raíz, en la coartada sistemática que elementos como la mal llamada "voluntad general" o el Derecho Administrativo como derecho especial que privilegia la situación jurídica de la Administración en detrimento del ciudadano estaremos verdaderamente perdidos en la gran batalla, la de las ideas, los principios, los valores... La Batalla que será la que al final decida en que clase de mundo queremos vivir, en uno donde la libertad esté garantizada o en uno donde lo que esté es intervenida.

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