miércoles, 2 de noviembre de 2011

El Liberalismo y sus Clases

Cuando en el anterior artículo hicimos una primera aproximación al Liberalismo como teoría o ideología política la definimos como la teoría política que hace de la causa de la libertad su núcleo esencial. No obstante, también afirmábamos que el Liberalismo, a diferencia de otras teorías carece de un carácter monolítico con lo que da pie a hablar, si quiera sea brevemente, de las diferentes clases de Liberalismo en este artículo.

Una primera diferenciación sería la que se produce entre "Liberalismo Político" por un lado y "Liberalismo Económico" por otro. En el artículo anterior ya señalamos porque esta diferenciación no nos parece adecuada, y por lo tanto tampoco será necesario detenerse más en ello. Solamente, hay que recordar que el Liberalismo no debe entenderse como un conjunto de tres núcleos (ético, económico y político) totalmente separados sino que unos se garantizan a los otros y sin un contenido ético, económico y político concreto (siquiera sea en sus mínimos doctrinales) no puede hablarse en ningún caso de genuino Liberalismo.

Una concepción muy extendida es la que permitiría hablar de un "Liberalismo Clásico" por un lado, un "Liberalismo Radical" (algunos dirían progresista) por otro y un "Liberalismo Conservador" también. Así puede encontrarse este modo de dividir el pensamiento liberal si acudimos al libro "Ideologías y Movimientos Políticos Contemporáneos" dirigido por Joan Antón Mellón.

Esta forma de establecer categorías al clasificar el Liberalismo abordaría un Liberalismo Clásico que abarcaría al pensamiento que comenzaría en la figura de John Locke y llegaría hasta Benjamin Constant. Este Liberalismo Clásico se referiría en buena medida a lo que aquí hemos dado en llamar un Liberalismo en términos genuinos, es decir aquel en que están presentes las libertades políticas, económicas y morales de manera complementaria, sin que haya que renunciar a ninguna de ellas en favor de las otras.

Este Liberalismo Clásico sufriría una ruptura con motivo de la Revolución Francesa. Ante los fenómenos revolucionarios de este país a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, el movimiento liberal se escindiría en dos: aquellos liberales que consideran que la Revolución no puede traer sino efectos positivos permitiendo extender la idea de la libertad incluso en aquellos países que parecían totalmente sometidos al yugo de la Monarquía Absoluta (que recibirían el nombre de Radicales o Progresistas) y aquellos que ven en la amenaza del radicalismo revolucionario un riesgo igual o mayor del que suponía el despotismo (a los que se conoce como Liberal-Conservadores). La primera línea vendría de la mano de Thomas Paine y llegaría hasta John Rawls ya a finales del siglo XX. La segunda, comenzaría con Edmund Burke y llegaría hasta figuras como Robert Nozick o Friedrich Hayek.

A nuestro juicio, esta clasificación adolece de dos grandes defectos. El primero de ellos es que con su simplismo es incapaz de comprender y encuadrar el pensamiento de autores como Alexis de Tocqueville, que siendo un gran crítico (posiblemente el mayor de su tiempo) con el proceso de la Revolución Francesa es en cambio ciertamente favorable a la nueva sociedad democrática tal cual se plasma en la naciente nación Norteamericana. El segundo de los problemas, que seguramente no escapará a quien haya estado pendiente del contenido del blog, es que esa clasificación concibe realmente que es posible separar la libertad política de la civil convirtiendo automáticamente en Radicales a los que defienden la primera y en Conservadores a los que apuestan por la segunda. Es decir, para los que clasifican así el Liberalismo parece indicarse que, al menos desde la Revolución Francesa, es ciertamente imposible conciliar ambas clases de libertades, algo que según nosotros hemos expuesto no sólo es posible sino que se convierte en un requisito indispensable para todos los que se afirman así mismos como Liberales.

Más clara nos parece la división llevada a cabo por Friedrich Hayek. Sin abandonar la simpleza, y por lo tanto el carácter didáctico diferencia dos grandes tendencias en el pensamiento liberal, que más alla de compartir denominación ("liberalismo") tendrían poco en común.

La primera de las tradiciones (en la que se inscribe el propio Hayek) se desarrollaría en Inglaterra entre los tiempos que van desde los "Old Whigs" a finales del siglo XVII hasta la era Gladstone a finales del XIX. Entre sus representantes típicos en Inglaterra, Hayek distingue a David Hume, Adam Smith, Edmund Burke, T.B. Macaulay o Lord Acton. Además esta tradición llegaría también a otros lugares contando con figuras como Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville en Francia; Immanuel Kant, Wilhem von Humboldt y Friedrich von Stiller en Alemania; así como James Madison, John Marshall y Daniel Webster en los Estados Unidos de América. Aunque Hayek no lo señala, también España contaría con algunas figuras de importancia que podrían ser claramente incluidas en esta tradición como serían los casos de Gaspar Melchor de Jovellanos o de Bernardo Jerónimo Feijoo, además de varios liberales gaditanos.

La segunda de las tradiciones por el contrario tendría su origen en Europa Continental, y muy especialmente en la Francia de la Ilustración. No sorprende por lo tanto que Voltaire, Rousseau o Condorcet sean algunos de sus principales protagonistas. Esta línea de "Liberalismo", tan profundamente separada de la primera, sería el germen de la Revolución Francesa. Nuevamente aquí podemos encontrar importantes exponentes españoles (que tampoco son mencionados por Hayek): sería el caso de personajes como Agustín de Argüelles, Alvaro Flórez Estrada o el Conde de Toreno en su primera etapa (la rousseauniana, no la moderada de la época isabelina).

¿Por qué son estas dos tradiciones tan distintas? Bien, veamos la respuesta que nos ofrece Hayek. En primer lugar pueden distinguirse ambas tradiciones si acudimos al fundamento político último. Mientras para la primera tradición la clave radica en la limitación del poder, la segunda tradición está mucho más ocupada en quien o quienes son los que ejercen ese poder. De este modo mientras que la que podemos llamar "tradición anglosajona" considera que lo fundamental es que no exista un poder absoluto y total que aplaste las libertades individuales, la clave para la "tradición continental" es que el poder se ejerza por una mayoría democrática. Hayek nos explica (y estamos claramente a favor de Hayek en este punto) que si bien democracia y liberalismo pueden ser excelentes compañeros de viaje, responden a dos lógicas muy diferentes: la primera se ocupa de quien gobierna y la segunda de como se gobierna o cuanto debe ser el poder que tenga quien gobierne. Es por lo tanto perfectamente concebible (al menos en un plano teórico) encontrar un gobierno no democrático pero sí liberal a la vez que es posible encontrar democracias anti-liberales. Hayek lo explica (a nuestro juicio en este punto de manera equivocada) afirmando que liberalismo y democracia tienen diferentes opuestos, el totalitarismo y el autoritarismo respectivamente.

Pero aún más importante que esta causa de diferencia, y también presente en el pensamiento y los escritos de Hayek, se encuentra lo siguiente: lo que en realidad diferencia de manera insalvable a una y otra tradición es su diferente concepción del conocimiento humano y de la ordenación social. La tradición anglosajona partiría así de un principio muy claro de que el conocimiento humano es limitado y disperso y de esta manera el Orden Social tendría una naturaleza evolutiva como consecuencia de lo que Hayek llama "Orden Espontáneo" que no es otra cosa sino las consecuencias no intencionadas de las acciones intencionadas de cada uno de los hombres. Esa lógica, lo que Adam Smith llamó "la mano invisible" aplicado a los mercados, tendría en Hayek una extensión al conjunto de ámbitos nacidos de la acción humana. Aquí esta la clave: según la tradición anglosajona la libertad es solamente posible en un entorno caracterizado por el Orden Espontáneo mientras que resulta imposible en un Orden Planificado.

Frente a ello, la tradición continental asume el principio de racionalidad extrema (concretado en la figura del Contrato Social rousseaniano) y establece que es posible concebir y poner en práctica un sistema político perfecto. La sociedad se convierte entonces en una materia posible de modelar, ya que lo importante es que ese proyecto político (que llamaríamos utópico) sea materializado. Según la tradición continental la libertad solamente es posible en un Orden Planificado, el cual se concibe pensando (al menos desde la perspectiva del planificador) en generar un orden lo más propicio posible al desarrollo de la libertad y la igualdad.

Esa doble concepción hace, para aquellos que sean capaces de comprender las implicaciones, que sea imposible de todo punto conciliar uno y otro modo de concebir la tradición liberal, ofreciendo en última instancia la posibilidad a todo liberal de encuadrarse en una u otra tendencia, independientemente de su origen nacional.

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