miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sociedad o Estado: La Labor de Gobierno

"Esto es lo que hace desear abandonar esta condición [la del estado de naturaleza], que por muy libre que sea, está llena de temores y peligros continuos. Y no le falta razón cuando procura y anhela unirse en sociedad con otros que ya lo están o que tienen el propósito de estarlo, para la mutua preservación de sus vidas, libertades y haciendas, a todo lo cual me vengo refiriendo con el término general 'propiedad'.
Por lo tanto, el fin supremo y principal de los hombres al unirse en repúblicas y someterse a un gobierno es la preservación de sus propiedades, algo que en el estado de naturaleza es muy difícil de conseguir."

- John Locke, "Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil" -



John Locke publica sus Dos Ensayos sobre el Gobierno Civil entre 1689 y 1690, en Inglaterra. El lugar y el momento escogido no es en absoluto baladí. Este texto se publica con motivo de la Gloriosa Revolución inglesa acaecida en Inglaterra entre 1688 (deposición de Jacobo II y entronización de Guillermo III de Orange) y 1689 (aprobación del célebre texto de la "Bill of Rights" o Declaración de Derechos cuyo nombre completo es Ley para Declarar los Derechos y Libertades de los Súbditos y para Determinar la Sucesión de la Corona). Los ensayos sobre el Gobierno Civil de John Locke son por lo tanto un documento político, un manifiesto, en defensa de los logros de la Gloriosa Revolución. Cualquiera que pretenda estudiar la obra política principal de Locke sin atender a estas coordenadas promovidas por el debate en torno a las dos posibilidades de justificar el poder (la doctrina del "Derecho Divino de los Reyes" defendida por los Estuardo y la doctrina del "Consentimiento" de los whig), no habrá entendido nada.

No obstante, la obra de Locke, por su complejidad, trasciende ese momento, convirtiéndose en una obra clásica del pensamiento político e inaugurando lo que se ha dado en conocer como el pensamiento (o ideología) liberal. Cuando se habla de Liberalismo, la obra de John Locke se convierte por lo tanto en esencial.

Del fragmento que se inaugura este artículo, extraído concretamente del Segundo de estos ensayos (que a efectos de teoría política tiene un mayor interés hasta el punto que muchas ediciones en nuestra lengua optan simplemente por publicar este segundo ensayo, abandonando a mi juicio equivocadamente el primero) se extrae la gran justificación que desde John Locke en adelante ha otorgado el pensamiento liberal a la existencia del Estado: la de proteger la propiedad.

Esta propiedad, como bien indica el propio John Locke ha de entenderse en un sentido amplio. Es la propiedad sobre la vida propia (y por lo tanto nunca sobre la ajena), la propiedad sobre la propia conciencia y los actos de uno mismo (y por lo tanto, nunca sobre los ajenos) y la propiedad sobre aquellos bienes materiales que uno obtiene gracias a su propio esfuerzo transformando las materias que nos da la propia naturaleza (y por lo tanto, nuevamente, nunca sobre los bienes ajenos). Esto tiene un sentido: John Locke, como todos sus colegas del partido whig, concibe que los bienes materiales son el sustento que dota a un individuo de la capacidad de garantizar la libertad de conciencia y el mantenimiento de la propia vida. Locke da un paso más allá y afirma que el modo político de garantizar todas estas cuestiones es a través de la representación. Esta idea, como bien sabréis se reproduce un siglo después por parte de los whig americanos en aquella famosa formula de "No taxation without representation". La representación es garantía de la propiedad, tanto sobre los bienes materiales obtenidos con el propio esfuerzo como sobre la propia persona y su conciencia.

John Locke, que a diferencia de Hobbes no presenta un estado de naturaleza basado en la guerra perpetua de todos contra todos (el "homo homini lupus" de Plutarco), si entiende no obstante que hay profundas objeciones a que el estado de naturaleza permita garantizar por sí solo estos derechos. Esas objeciones son las siguientes:

1) "Primero, porque falta una ley establecida, firme y conocida, recibida y aceptada por consenso común, que sea el modelo de lo justo y lo injusto, y la medida común que decida en todas las controversias que puedan surgir entre ellos". La existencia de una Ley Natural clara y cognoscible que defiende el propio Locke resulta insuficiente respecto de este punto, ya que por un lado no siempre es percibida plenamente por parte de los individuos y del mismo modo el propio Locke considera que no siempre es fácil reconocer su carácter obligatorio aplicándola a casos particulares aunque vista en abstracto si se reconozca en obligatoria por todos (un ejemplo podría ser el claro mandamiento bíblico del "No matarás" que no especifica nada sobre la legítima defensa).

2) "En el estado de naturaleza no existe un juez conocido e imparcial, con autoridad para dictaminar en los conflictos de acuerdo a la ley establecida". Junto al problema anterior, John Locke percibe además otro problema: en el estado de naturaleza alguien es a la vez juez y parte de sus propios asuntos (la llamada "autotutela") lo que deriva en que los hombres sean parciales movidos por las pasiones y la venganza y además lo sean siempre en su propio favor.

3) "En tercer lugar, en el estado de naturaleza, lo normal es que no exista un poder ejecutor que respalde y apoye como es debido las sentencias justas". Este punto es especialmente interesante. Y lo es por un extraño motivo, hoy en día totalmente olvidado pero que reside en el núcleo más profundo del pensamiento liberal: la idea de que el poder de ejecución (aquel que propiamente controla el monopolio de la fuerza) lo hace siempre para respaldar y apoyar las decisiones de otros, los jueces, que a su vez juzgan controversias en torno a una ley "descubierta" (mas no dada) por otros, los legisladores. El poder ejecutor, la labor esencial del Gobierno, no es decidir, no es crear, no es regular. La función de la ejecución es respaldar, mediante el monopolio de la violencia política legítima (en los términos de Max Weber) las decisiones que han adoptado otros, los jueces de manera inmediata y concreta y los legisladores en un sentido lejano y abstracto.

Quien entienda esto, verá en la obra de Locke la división de poderes clásica: legislativo, judicial y ejecutivo. Y no debe confundirse con la clasificación de "poderes" que hace el propio Locke en otro lugar del tratado o con la división de poderes que erróneamente percibe Montesquieu. La verdadera clasificación del poder en el estado de sociedad frente al estado de naturaleza lockeano es el que se contiene aquí (nos referimos al Capitulo IX titulado "De los fines de la sociedad política y del gobierno", a nuestro juicio tal vez el más relevante de todo el ensayo).

Esto es importante por un sencillo motivo, no siempre claramente entendido: El gobierno no es el Estado. La división de "poderes" de Locke (legislativo, ejecutivo y federativo) o la más conocida de Montesquieu (legislativo, ejecutivo y judicial) desconocen el hecho cierto de que el gobierno no es una función del Estado. La división de poderes tal cual se concibe hoy en día parte de una lógica estatalista: hay una serie de funciones (del Estado) que corresponden a unos sujetos u otros que deben ser diferentes para garantizar que no acumulen demasiado poder. Eso es percibido como "liberal". Y es cierto que sí tiene un cierto aire liberal, pero equivoca la premisa esencial y es que la "función" de gobierno no reside en el Estado, sino que deriva directamente de la sociedad política a través del pacto constitucional.

La gente dirá: el liberalismo defiende que las personas titulares de las funciones del poder sean distintas para evitar el absolutismo. Eso es falso. El Liberalismo, realmente a lo que se opone es a la idea de que todos esos poderes pertenezcan al Estado como organización del poder. El Liberalismo lo que no puede jamás defender como petición de principio es la idea de: dotemos del poder omnímodo al Estado y después dividamos ese poder en diversas funciones encomendando a diferentes personas físicas o cuerpos las distintas tareas de las mismas. Eso es un completo disparate.

La lógica real del argumento desde una perspectiva liberal, a nuestro juicio, debe ser el siguiente: el individuo deriva (a través de un proceso histórico, pero el estudio de este punto es demasiado complejo como para abordarlo aquí) hacia la sociedad determinadas facultades que por sí solo no puede realizar en el llamado "estado de naturaleza" (con todo lo cuestionable que es dicha idea de estado de naturaleza) que son básicamente tres: la de descubrir el Derecho; la de juzgar las controversias de manera imparcial, objetiva y vinculante; y la del monopolio de la fuerza para lograr que todo ello sea efectivamente vinculante en la práctica y no solamente mera retórica frente a los incumplidores. Es por lo tanto en el seno de la sociedad política (y no del aparato estatal) en donde se produce lo que podríamos llamar esa "división de poderes" o de "funciones". Y una vez delimitadas las funciones de gobierno es cuando se procede, en sus más justos y estrictos términos, a dotar de naturaleza al Estado.

El Estado, a través de la figura del "consentimiento de los gobernados", es un agente mandatario de la sociedad política y no algo por encima de ésta. El Estado es un ejecutor de las decisiones propias de la vida en sociedad y no un dirigente ni un regulador de la sociedad. El Estado desempeña las funciones que le encomienda la sociedad y no tiene funciones "propias" derivadas de su naturaleza que le sean dadas por Derecho. Los poderes, son poderes de la sociedad, y no poderes del Estado.

De todo lo expuesto anteriormente podemos sacar las siguientes conclusiones:

1) El ser humano participa de la sociedad fundamentalmente porque así consigue una garantía de su "propiedad" en sentido lockeano, esto es de su propia vida, su libertad personal y los bienes materiales producidos mediante su propio esfuerzo.

2) El estado de sociedad garantiza de mejor modo la "propiedad" que el estado de naturaleza por tres motivos fundamentales: cuenta con la posibilidad de determinar (descubrir) leyes justas, iguales para todos y de obligado cumplimiento; cuenta con la posibilidad de encontrar jueces imparciales que diriman con objetividad las controversias respecto a la aplicación de dichas leyes; y cuenta con el monopolio de la violencia legítima con lo que respaldar las decisiones justas emitidas al enjuiciar sobre leyes justas.

3) Los gobierno pertenece a la sociedad política y no al Estado. El Estado no es pues sino un mero mandatario de la sociedad política para realizar aquellas tareas que esta considere más oportuno para una mejor garantía de los derechos individuales, que es el motivo fundamental por el cual los hombres entran a participar de la sociedad.

4) La división de poderes no es una mera división de funciones en el ambito del propio Estado, sino que también deriva de la sociedad política y por lo tanto no responde a una razón de equilibrios institucionales entre diversos órganos, cuerpos o personas sino que deriva de la constitución de la sociedad política y por lo tanto de la garantía de "propiedad".

5) El gobierno, como labor esencial de la sociedad (y por lo tanto de los famosos tres "poderes", por decirlo de algún modo), se basa en el "consentimiento de los gobernados" ejemplificado a través de la representación política.

6) Por último, y muy olvidado en nuestros sistemas políticos, la facultad ejecutora no puede significar nunca una labor decisoria sino una ayuda y respaldo, basado en el monopolio de la coacción, de las decisiones de otros en el ámbito de la sociedad, que son directamente los jueces (mediante sentencia) e indirectamente los legisladores (mediante un proceso de descubrimiento de leyes justas a través de orden evolutivo hayekiano).

lunes, 28 de noviembre de 2011

El indulto, un atentado contra la Libertad

Una de las figuras jurídicas que se han hecho célebremente tristes en los últimos días en nuestro país es la del indulto (http://es.wikipedia.org/wiki/Indulto). Esta figura ha cobrado actualidad a raíz del indulto concedido por el Gobierno en funciones el pasado viernes al Consejero Delegado del Banco Santander, Alfredo Sáez, en un claro acto de un Gobierno sin poder real y deslegitimado por los últimos resultados electorales de connivencia entre poder político y poder económico. No vamos a entrar en los detalles del caso, que nuestros lectores sin duda conocen mejor que un servidor, sino que vamos a permitirnos reflexionar un poco sobre la figura del indulto como tal.

Situémonos en la Edad Media. El orden jurídico medieval concedía al Rey fundamentalmente una competencia. El Rey no era tanto el poder político, ni mucho menos una suerte de "legislador". La función esencial del Rey en el orden medieval era la Iurisdictio, es decir la conocida figura del Rey-Juez. En el orden medieval, donde el derecho es una institución de carácter consuetudinario, histórico y evolutivo, el Rey tiene la labor de "descubrir" el Derecho, no de crearlo. Ese proceso de descubrimiento del Derecho se lleva a cabo mediante la jurisdicción, es decir lo que hoy llamamos la "facultad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado". El Derecho se descubría a través de la aplicación jurídica al caso concreto, labor que residía en el Rey (aunque éste podía delegarla en jueces de rango inferior). El Rey medieval era, por usar un símil, el Tribunal Supremo del Reino.

Con el Estado Moderno, el Rey va adquiriendo nuevas nociones de poder. Las doctrinas en favor del Rey, en detrimento de las instituciones de la cristiandad (el Imperio y la Iglesia Católica) va permitiendo que el Rey concentre en sí un mayor poder, derrotando a la nobleza interior y sobreponiendose a las corporaciones medievales. Surgen así principalmente dos grandes teorías que sustentarán ese poder creciente del Rey. El primero es el de la Soberanía Absoluta de Jean Bodin en Francia. Fíjese que decimos la Soberanía Absoluta y no la Monarquía Absoluta porque en la teoría de Bodin lo que es absoluto es el poder del Estado, aunque éste acabe concretándose en la Monarquía. La segunda teoría, proviniente fundamentalmente de Inglaterra es la del "Derecho Divino de los Reyes" que sitúa al Rey como un mandatario de Dios en la Tierra, y como tal mandatario la voluntad que expresa el Rey es la voluntad directa de Dios, con lo que si el poder de Dios es absoluto y omnipotente, así también debe serlo el de su mandatario terrenal, el monarca.

Afortunadamente, los ingleses logran poner freno a la doctrina del Derecho Divino de los Reyes y logran con sus Revoluciones del siglo XVII establecer una Monarquía Limitada o Constitucional que tendrá dos pilares fundamentales: la Bill of Rights de 1689 y la obra del pensador y político inglés John Locke, Dos Tratados sobre el Gobierno Civil, publicados en torno a 1690. No obstante, la separación de poderes establecida por John Locke sigue incluyendo a la magistratura en el seno del poder ejecutivo, y por lo tanto el Rey (siquiera sea formalmente, aunque desde luego en la práctica lo fue de un modo mucho más activo que la mera forma) continúa en buena medida siendo Juez Supremo.

Sin embargo, en el continente, las teorías de Bodin y otros como él, calaron con fuerza. El continente europeo se convirtió con la modernidad en el germen del estatalismo y el Rey acumuló en su seno una serie de prerrogativas regias que aumentaban su poder considerablemente con respecto al del Rey medieval. En la modernidad (fruto de Maquiavelo, aunque con antecedentes) el poder político cobra un peso propio y central (frente al orden jurídico que prima en el medioevo) y naturalmente el Rey lo reclama, con claro éxito, para sí. No obstante, el Rey sigue sin el poder claro de dictar leyes y por lo tanto su poder no puede considerarse absoluto. Ni siquiera la Monarquía de los Luises de Francia, una vez derrotados los Parlamentos (equivalentes medievales franceses de los Tribunales de Justicia con una mezcla de cierto carácter "representativo") y siendo capaz de mantener el Tesoro de la Corona sin necesidad de convocar Estados Generales (equivalente francés de las Cortes) entre 1614 (Luis XIII) y 1789 (Luis XVI) como ya vimos en artículos anteriores, pudo tener un verdadero poder absoluto.

Las Revoluciones de finales del XVIII (la Americana primero, la Francesa después) ponen fin a esta acumulación de poder y dejan al Rey (o Presidente en el caso norteamericano) una función exclusiva de cabeza del Poder Ejecutivo. De este modo, el Rey pierde muchas de sus anteriores facultades, incluso la de la Iurisdictio, ahora en poder de un tercer poder del Estado, el judicial, independiente de los dos anteriores (legislativo y ejecutivo).

No obstante, y aquí está la gran trampa, el Rey conserva la facultad de gracia, el indulto. Esta facultad de gracia parte de una consideración muy clara: el Rey es una suerte de "pater familias" de la modernidad. El Rey cuida y quiere a sus súbditos y tiene la facultad de concederles la gracia (en su inmensa generosidad), perdonándoles los crímenes cometidos. Da igual que el Rey ya no tenga una consideración de Juez Supremo. Da igual que la Justicia se mueva en los nuevos tiempos por criterios diferentes a los de la "gracia" de un gran "pater familias" que todo lo quiere, todo lo cuida, todo lo mima. Es necesario mantener que la gracia arbitraria del macro Leviatán tenga una consideración superior a la de la Justicia ordinaria de los hombres.

En el fondo, lo que subyace a la figura jurídica del indulto es, ni más ni menos, la supremacía del Rey (y posteriormente, con la Monarquía Parlamentaria, del Gobierno) capaz de estar por encima de las consideraciones reales de la Ley y de su aplicación al caso particular, la Potestad Jurisdiccional.

Es por todo ello, por la lógica de su carácter histórico y por una cierta comprensión de primacía que las consideraciones políticas (del Rey primero, del Gobierno después) tienen sobre el Derecho, que los Estados actuales tienden a considerar la figura del indulto como una figura adecuada y que debe ser mantenida.

Son, no obstante, esas mismas consideraciones (el origen histórico y la quiebra total de la mal llamada "separación de poderes") las que deben implicar a todos los liberales (e incluso a aquellos que no lo son pero que quieren vivir en una sociedad libre de privilegios) en combatir la existencia de esta figura jurídica, independientemente de cual sea su aplicación a los casos particulares.

Solamente la consideración de que la Ley (general, abstracta y de igual aplicación para todos) es lo único que debe guiar "coactivamente" (aunque siempre en sentido negativo, obligaciones de "no hacer" y no de "hacer" o "soportar") la actuación de los ciudadanos y que debe ser solamente un poder judicial independiente quien se encargue de dirimir las responsabilidades por el incumplimiento de la Ley, nos ha de permitir vivir en una sociedad libre donde los privilegios y las arbitrariedades queden para siempre desterradas.

Oponerse a la existencia del indulto en cuanto tal, por lo que implica y no solamente por su aplicación más o menos arbitraria a casos particulares, es condición indispensable para el triunfo de la Libertad. Lo contrario, su permanencia, no significa mas que otro (y ya son demasiados) atentados contra el principio de Libertad.

domingo, 27 de noviembre de 2011

La Voluntad General y el Derecho Administrativo: Dos Coartadas para la Intervención Permanente

"De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirije a la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero a veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, mas se le engaña a menudo, y solo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta sólo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es mas que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mútuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general."


- Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social -


Pocas afirmaciones han tenido una mayor acogida entre la opinión pública y han sido a la vez más nocivas para la libertad individual que las consideraciones que sobre el Gobierno llevo a cabo Rousseau. Entre sus aportaciones, tal vez la más peligrosa (si es que alguna afirmación del autor ginebrino puede ser más peligrosa aún que las demás) es la que considera que existe una "Voluntad General", un interés público que es cosa diferente del conjunto de intereses individuales (al que Rousseau llama "voluntad de todos"). Y no solamente destaca que es cuestión diferente, sino que va un paso más allá y se permite afirmar que la "voluntad general siempre es recta" y confiere a su concepto de voluntad general un carácter superior a la voluntad individual (y por lo tanto también a la "voluntad de todos" como agregado que es de todas las voluntades individuales consideradas de en suma de una en una).

La mera idea de que la comunidad política, la sociedad, el Estado o cualquier nombre que quiera dársele a lo largo de la Historia al agregado de individuos tiene una naturaleza diferente de la del agregado en cuanto que tal, nos sitúa en una perspectiva holística de la Socidad, en una doctrina de carácter colectivista que dota de personalidad propia a la Sociedad y se la niega, por tanto, a los individuos que la componen. Frente a esta concepción, el Liberalismo solamente puede abrazar un "individualismo metodológico" que no solamente ha de tener un carácter instrumental y práctico sino que además debe gozar de un poderoso sustrato moral, y por lo tanto debemos concluir junto a John Stuart Mill que "el valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen".

No obstante, y aclarado este punto, vamos a centrarnos en lo que aquí nos ocupa: la voluntad general y el derecho administrativo como coartadas permanentes a la limitación de la libertad y a la intervención sistemática.

Como ya explicamos en el anterior artículo, la Revolución Francesa no supuso otra cosa que el triunfo real del Estado, al que sin duda la obra de Rousseau contribuyó en gran medida. La idea del Estado como auténtico depositario de la voluntad general, defensor del interés público, y de su aparato de poder como impulsor de un interés y una voluntad por encima de la de todos y cada uno de los ciudadanos individualmente considerados es una novedad exclusiva del periodo revolucionario jacobino-socialista que se inicia con la Revolución Francesa.

Con anterioridad, el germen de Administración Pública existente estaba al servicio del Rey. El Rey podía autoconsiderarse a sí mismo la personificación del Estado pero lo cierto es que no era sino un sujeto más, que por factores ya vistos (la primacía de un derecho consuetudinario, la existencia de otros poderes tanto religiosos como seculares que limitaban en alguna medida el poder de la Monarquía o la elevadísima fragmentación lingüística entre otros) era incapaz de asumir la verdadera noción de "poder absoluto" que en muchas ocasiones se atribuye erróneamente a los "Luises de Francia". Sin embargo, con la Revolución Francesa la Administración Pública se sitúa al servicio de esa construcción artificial que llamamos "nación" se somete a una voluntad general (cuyo contenido último a diferencia de lo sucedido con la "voluntad del Rey" no es determinable) y persigue un interés público del que nada sabemos más allá de que se le atribuye un carácter diferente y superior al del interés individual (e incluso diferente y superior de la suma del total de intereses individuales).

La Administración Pública, al no poder verse limitada por las constricciones habituales en el derecho privado (conforme al cual los derechos de todos son iguales a ojos de la ley) necesita dotarse de un mecanismo jurídico propio, capaz de adaptarse a las necesidades de la Administración Público. Ese instrumento es el conocido como Derecho Administrativo.

La Administración Pública ha recibido una nueva legitimidad (ya no obedece a la voluntad "arbitraria" de un Rey sino que responde a una voluntad general igual de "arbitraria" si no más), ha aumentado en el número de funciones y personal (la legitimación democrática y la tutela del interés público permite a la Administración intervenir en cada vez un creciente número de ámbitos) y a su vez ha abandonado la regulación del Derecho Común para someterse a un Derecho Estatutario propio como es el Derecho Administrativo (que depende de forma única de la voluntad general para aprobar sus normas básicas, las leyes).

Dicho con otras palabras, lo que nos encontramos es que el Estado que renace de la Revolución Francesa, se autolegitima a sí mismo, de esa autolegitimación extrae permiso para crecer e intervenir crecientemente y por si aún pudiese encontrar alguna clase de obstáculo en las normas jurídicas decide dejar de someter la actuación pública a un Derecho Común (que emana directamente de la Sociedad y sus relaciones) para dotarse de un ordenamiento jurídico que el Estado se da a sí mismo para "limitar" su actuación (o más bien, para amparar su intervención creciente).

Este proceso concluye (en su fase revolucionaria jacobino-socialista primigenia) con el Imperio de Napoleón. Un intento común desde la izquierda ha sido pretender vender a Napoleón como una suerte de traidor que dio muerte a la Revolución Francesa con su golpe de 18 Brumario (1799) y con su posterior coronación como Emperador (1804). Eso es radicalmente falso. Si Napoleón Bonaparte representa bien algo, ese es el espíritu estatalista que inunda cada poro de la historia revolucionaria francesa. Napoleón es la culminación autoritaria del proyecto jacobino-socialista en su versión estatalista. Es el, y no la Asamblea Nacional, quien conduce al Estado a un puesto de preeminencia con el que nunca soñaron los famosamente absolutistas Luises.

El Derecho Administrativo, dicen sus defensores, se trata de un derecho garantista, que protege al particular frente a la Administración y su posible arbitrariedad. Eso es falso. Cierto es que el Derecho Administrativo contempla garantías para el particular (de lo contrario sería un derecho abiertamente totalitario) pero no es menos cierto que esas garantías tienen como única razón de ser paliar las implicaciones en una posible deriva totalitaria que llevan aparejadas las prerrogativas totalmente exorbitantes que previamente el Estado se ha concedido a sí mismo con ese Derecho Administrativo. Pongamos un ejemplo: es cierto que el ciudadano/administrado tiene derecho (como garantía de su situación y de sus derechos individuales) a un procedimiento tasado conforme a lo establecido en las leyes para que pueda dictarse acto administrativo alguno. Pero no es menos cierto que si el acto administrativo no gozase de presunción de legalidad, eficacia, ejecutividad y posibilidad de ejecutarse de manera forzosa sin acudir a los Tribunales (cuestiones con las que en ningún caso obviamente gozaría una "decisión particular" y que sin embargo concedemos a las decisiones del personal público digamos "sin mayores problemas") por poner algunos elementos de ejemplo, daría exactamente igual cual es el procedimiento seguido pues los particulares no se verían afectados en sus derechos por la "decisión pública" en forma de acto administrativo.

Un ejemplo aún más cotidiano. En los procedimientos sancionadores, se asigna a un órgano administrativo la labor de instrucción y a otro órgano administrativo la labor de decisión. Piénsese por ejemplo en una sanción que tiene como motivo la vulneración de las ordenanzas municipales de ruidos. Un órgano (previsiblemente la Dirección de la Policía Municipal) se encarga de instruir el procedimiento mientras que otro (posiblemente el Pleno del Ayuntamiento) dicta finalmente la resolución. Se entiende que esto supone una mayor garantía para los derechos del ciudadano. Bien, piénsese en una relación entre sujetos privados, sería el equivalente a que un mismo sujeto parte de la relación se convierta a su vez en juez de las disputas contractuales que tenga con la otra parte implicada. Digamos que para que esto no sea tan chapucero, se acuerda que la averiguación sobre los hechos que dan lugar a la controversia se lleve a cabo por parte del hijo de aquella primera parte que tiene que tomar la decisión. ¿Pretenderemos entonces que se están garantizando plenamente los derechos de aquel individuo que tiene una disputa con alguien que es a su vez juez y parte del proceso? Supongo que no, y sin embargo, cuando el juez y parte es una Administración Pública tendemos a considerar que esto es así simplemente por el hecho de que sea un inferior jerárquico quien instruya y su superior quien decida finalmente. Interesante.

Lo que he pretendido con este artículo es mostrar como resulta verdaderamente inútil el empeño de algunos liberales en situar el debate en si con motivo de la Crisis Económica y del derroche del Estado de Bienestar el problema de las Administraciones Públicas es que tienen a muchos funcionarios empleados o que están interviniendo en tal o cual ámbito en que su intervención es contraproducente. Algunos pensarán que reduciendo el papel del Estado en cuestiones como los llamados "Sectores Regulados", que cerrando empresas públicas y que despidiendo a unos cuantos empleados públicos se acabó el problema con el excesivo intervencionismo. No habrán entendido nada de donde se encuentra realmente el problema. El problema del Intervencionismo no es un problema de carácter cuantitativo (cuantos funcionarios, cuantas empresas públicas o cuantos sectores en los que intervenir). El problema es cualitativo, de naturaleza. Mientras no nos demos cuenta de que el gran problema estriba en las cuestiones de raíz, en la coartada sistemática que elementos como la mal llamada "voluntad general" o el Derecho Administrativo como derecho especial que privilegia la situación jurídica de la Administración en detrimento del ciudadano estaremos verdaderamente perdidos en la gran batalla, la de las ideas, los principios, los valores... La Batalla que será la que al final decida en que clase de mundo queremos vivir, en uno donde la libertad esté garantizada o en uno donde lo que esté es intervenida.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Liberalismo y Estado

"La libertad no es, como podría sugerirlo el origen del nombre, la liberación de toda restricción, sino la aplicación efectiva de restricciones justas a todos los miembros de un estado libre, sean éstos magistrados o súbditos. Es solamente bajo restricciones justas que las personas adquieren seguridad y que no pueden ser invadidas en su libertad personal, su propiedad y su accionar inocente [ ... ]. El establecimiento de un gobierno justo es de todas las circunstancias que se dan en la sociedad civil la más esencial para la libertad; cada persona es libre en la proporción en que el gobierno de su país es lo suficientemente fuerte para protegerla y lo suficientemente limitado y prudente como para no abusar de ese poder"

- Adam Ferguson -



Una de las cuestiones tradicionalmente más debatidas y confusamente planteadas en torno a la Teoría Liberal es el papel que el Liberalismo concede o no al Estado en el conjunto de su sistema político, económico y ético. El pensamiento liberal ha sido totalmente incapaz de producir una teoría siquiera sea mínimamente homogénea respecto al papel del Estado en el orden social. Diferentes autores liberales han acuñado diferentes teorías y justificaciones del Estado que en ocasiones han sido incompatibles entre sí, e incluso hay muchos que directamente han negado al Estado cualquier clase de papel ético en la sociedad.

En este artículo vamos a intentar hacer tres cosas. En un primer momento, veremos a que nos referimos al hablar de "Estado", ya que este término no está carente de confusión. En un segundo paso, intentaremos apuntar cuales son las principales líneas que desde posiciones liberales se han adoptado respecto del Estado. En tercer y último lugar, apuntaremos cual es la concepción del Estado que se defiende desde "Mosquetero Liberal" como la más idónea para alcanzar una sociedad libre.

1. Concepto de Estado

Según Max Weber, "se define estado como la institución que pose el monopolio legitimo de la violencia dentro de un territorio". De tal modo que el Estado sería la institución (o conjunto de instituciones) de carácter coactivo que permite la dominación política. De aquí se extraen fundamentalmente las siguientes notas o características del Estado:

1) El Estado es una organización coactiva de la fuerza.

2) El Estado organiza la comunidad política, de la cual es institución.

3) El Estado cuenta con una serie de elementos que le son propios: territorio, población y poder/soberanía.

No obstante, siendo esto importante, es insuficiente. El Estado no es cualquier organización coactiva de la fuerza sobre un territorio. El Estado, como construcción artificial que es, tiene una vinculación con la contingencia de la Historia. Es decir, el Estado no es una institución natural independiente de toda circunstancia de momento y lugar. El Estado por el contrario tiene un origen muy concreto, que puede fecharse entorno al siglo XV en el continente europeo. El Estado, tal cual lo concebimos tiene su origen en el paso del orden medieval a la sociedad moderna y viene acompañado de la acumulación de poder político en la figura del Monarca (o el Príncipe según la terminología maquiaveliana). Dicha acumulación de poder en la figura del monarca viene acompañado por dos elementos que se convertirán en funciones esenciales de todo Estado moderno: el control de los impuestos y la formación de un Ejercito propio que no responderá a ninguna autoridad distinta de la del Rey (a diferencia de los ejércitos medievales que tienen su origen en las múltiples y superpuestas relaciones de vasallaje).

El Estado por lo tanto tiene su origen en un momento histórico determinado por la acumulación en la persona del Rey de un poder que nunca antes tuvo en la Historia: el monopolio (más o menos perfecto) de la recaudación coactiva para la Hacienda y el monopolio de las armas. Tal vez los dos primeros Estados en surgir con esta naturaleza en el continente europeo sean lo que hoy se conoce como España (con la Casa de Trastámara y los Reyes Católicos pertenecientes a dicha dinastía) y Francia (con el fin de la Guerra de los Cien Años y las figuras de Carlos VII y Carlos VIII de la dinastía Valois).

En los siglos posteriores, el Estado (equivalente en estos tiempos a la Monarquía como denota la frase de Luis XIV de Francia: "El Estado soy yo") irá ganando un peso cada vez mayor. Con la Casa Tudor en Inglaterra (Enrique VIII e Isabel I fundamentalmente) el Estado inglés añadirá un nuevo poder a la figura del monarca: el de cabeza de la Iglesia Oficial de Inglaterra (es decir, el poder religioso) pero no obstante queda lejos del poder absoluto todavía (algo que con el fracaso de la dinastía Estuardo, nunca se completará en territorio británico).

Sin embargo, ese poder absoluto ha sido tradicionalmente identificado con la dinastía de Borbón en Francia, los conocidos como los "Luises de Francia" (Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI). No obstante, y en contra del sentir general que se ha transmitido en cierta historiografía, los Luises de Francia estuvieron verdaderamente lejos de ejercer un poder totalmente absoluto: solamente hay que ver el hecho de la primacía del derecho consuetudinario en Francia, el elevado poder de la Iglesia Católica, las rebeliones de los Hugonotes (protestantes calvinistas que se hicieron especialmente fuertes en algunas regiones como la limítrofe con la Suiza actual o en el noreste del país), el hecho de que la lengua de la monarquía (el francés) solamente fuese hablado en París y sus alrededores o ciertas manifestaciones de rebeldía frente a la Corona que obligaron a ésta a múltiples cesiones (la última, ciertamente frustrada, La Fronda).

El punto real de inflexión es, curiosamente, la Revolución Francesa. Con la Revolución Francesa se extiende el poder del Estado más allá de lo que nunca se había pensado. Bajo la justificación de la legitimidad democrática y de la igualdad de todos los ciudadanos, el proyecto revolucionario jacobino-socialista armó al Estado de un carácter homogeneizador. La Revolución Francesa hace "tabula rasa" de la Historia, pretende crear un orden político y social totalmente nuevo rompiendo con todo lo anterior, bajo los principios de la soberanía nacional, el poder constituyente y el principio legicentrista rousseaniano ("la ley como expresión de la Voluntad General"). Sin embargo, la Revolución Francesa no acaba con el Estado que había formado la Monarquía borbónica. Nada más lejano de todo ello: la Revolución Francesa se ocupa de cambiar las personas y los principios rectores, pero no así las instituciones de poder. Una vez que el personal al servicio del Rey ha sido sustituido por un personal al servicio de la Nación, y bajo el paraguas de la Voluntad General, el Gobierno francés (tanto el revolucionario como el napoleónico) procedera de forma continuada a aumentar la burocracia pública (constituyendo lo que hoy conocemos como una auténtica Administración Pública), a sustituir todo el ordenamiento jurídico (sustituyendo la primacía del derecho privado consuetudinario por la de un Derecho Administrativo legislado), a destruir la Sociedad Civil (los cuerpos sociales intermedios entre individuo y Estado), a extender la lengua francesa y la instrucción pública como signos del poderío homogeneizador del Estado, y a formar un autentico Ejercito Nacional mediante el reclutamiento forzoso para extender los principios de la Revolución fuera de las fronteras del Estado francés. No puede sorprendernos entonces que en su obra El Antiguo Régimen y la Revolución, Alexis de Tocqueville nos prevenga que lejos de suponer una victoria de la libertad, el capitalismo o la sociedad, la Revolución Francesa supusiese ante todo "el triunfo del Estado".

Pero este proceso no se detiene aquí. A finales del siglo XIX, fruto de la industrialización y el Imperialismo (al que ya dedicaremos otro artículo), el Estado decide dar un paso más en su labor de crecimiento. Este cambio se produce, a diferencia del anterior, no en el mundo francés (que no tardará no obstante en irle a la zaga) sino en el de habla germana. Se trata del Estado Social, ideado por Bismarck y por la socialdemocracia de Ferdinand Lassalle. El Estado ya no solo debe ser un instrumento de coacción y limitación administrativa de las libertades, sino que debe inmiscuirse también en las relaciones privadas de la sociedad (fundamentalmente, las de carácter laboral). Este modelo de intervención, lejos de favorecer a "los débiles" es en buena medida culpable de la Crisis Económica de finales de los años veinte y principios de los años treinta. Pero no contentos con ello, se da tras la Segunda Guerra Mundial un nuevo avance interventor, es el llamado "Estado Social y Democrático de Derecho" o el "Estado de Bienestar" (aunque no son exactamente lo mismo, pueden usarse de sinónimos) con lo que el Estado interviene directamente en el proceso productivo, en la fijación y prestación de servicios y en la totalidad de los ámbitos de vida de la persona, llegando a ocupar la labor económica del Estado en torno a un 50% de la actividad económica del país. Esto, que en momentos previos a la Segunda Guerra Mundial había quedado reservado a los Estados Totalitarios como la Alemania nazi o la Unión Soviética, se generalizaba y se vendía como una suerte de "rostro humano" para frenar los presuntos excesos de un capitalismo laissez-faire que hacia al menos décadas que ya no habría existido. Y ese es el lugar en que ahora nos encontramos.


2. Teorías Liberales respecto del Estado

Como decíamos al comienzo, el Liberalismo siempre ha sido ambiguo (e incluso confuso) con respecto al Estado. La incapacidad de los liberales de aglutinarse en torno a una única noción sobre el Estado ha sido uno de los elementos que sin duda ha permitido que avance sin remedio la concepción socialista del Estado, ésta sí homogénea, la concepción del Estado Total. No obstante, y a título orientativo, sí podemos distinguir tres grandes corrientes dentro del Liberalismo sobre cual debe ser el papel del Estado: se trata de la noción de Gobierno Limitado, la concepción del Estado Mínimo, y por último el ideal del Anarco-capitalismo. Veamos brevemente las tres.

a) Gobierno Limitado: Esta teoría surge fundamentalmente en Inglaterra en el siglo XVII, con las grandes revoluciones inglesas (la que se inicia en 1640 que enfrenta a Carlos I Estuardo con el Parlamento controlado por los puritanos de Cromwell y la que abarca entre 1668 y 1689 y que es conocida como Revolución Gloriosa que supone la caída de los Estuardo en la figura de Jacobo II, la entronización de Guillermo III de Orange, y el triunfo final del Parlamento en la limitación del poder regio). La noción de Gobierno Limitado va íntimamente unida a la noción de "Gobierno bajo las Leyes" (Government under the Law) o al de "Rule of Law" (equívocamente traducido como "Imperio de la Ley"). Esta noción del Gobierno y del Estado resulta hegemónica en Reino Unido desde John Locke hasta el siglo XIX y es sin duda la tradición del Liberalismo Clásico anglosajón. La idea es que el Gobierno se encuentra sometido en su actuación a lo dispuesto por el Derecho (el Common Law), al control jurisdiccional y al control político en el Parlamento. El Gobierno tiene una serie de funciones (básicamente garantizar los derechos a la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos) y fuera de sus determinadas funciones (más o menos amplias dependiendo del caso), nada más puede hacer. El Gobierno nacería del consentimiento de los gobernados, derivaría su poder de la propia sociedad (y no de una división funcional de tareas estatales como en el esquema de separación de poderes continental fruto de la obra de Montesquieu) y tendría en el Common Law (el Derecho con mayúsculas) su límite infranqueable.

b) Teoría del "Estado Mínimo": Esta teoría puede encontrarse en autores concretos de los cuales quizás los más representativos sean Ludwig von Mises, Ayn Rand y Robert Nozick. Los partidarios del Estado Mínimo son unos autores liberales que, a diferencia del anarco-capitalismo, no niegan el papel moral que juega el Estado pero sin embargo son profundamente temerosos de su actuación. Consideran al Estado a la vez como un gran enemigo de la Libertad y como un mal necesario capaz de proteger el ejercicio de esa Libertad. Por lo tanto, desde las teorías del Estado Mínimo (o Minarquismo) lo importante no es tanto su coincidencia en la justificación del Estado (cada autor tiene la suya) como en cuales deben ser las funciones que se le encomienden. Es aquí donde coinciden en señalar el mismo hecho: las mínimas imprescindibles. El Estado, para estos autores, debe limitarse a garantizar el pacífico disfrute de los derechos individuales (coacción solo frente a aquellos que inicien el uso de la fuerza contra otros) y establecer los mecanismos institucionales suficientes para hacer posible el cumplimiento de los contratos voluntariamente celebrados entre particulares y para hacer posible la solución pacífica de controversias (autoridades judiciales o arbitrales). Podría traducirse en una doble función: monopolio de las armas (policía en el ámbito interno y ejercito en el ámbito exterior) y administración de justicia. El Estado podría recaudar coactivamente impuestos, sí, pero solo los mínimos y necesarios para permitir al Estado cumplir con esas dos funciones.

c) Anarco-capitalismo: El ideal del anarco-capitalismo o del libertarismo radical se encuentra plasmado, mejor que en ningún otro autor, en la obra de Murray N. Rothbard. Según Rothbard y los suyos el Estado es esencialmente una institución de agresión y por lo tanto contraria al principio libertario de no-agresión. El Estado es, para estos autores, una suerte de organización criminal que nace, permanece y se resiste a su natural desaparición gracias al poder coactivo que le ofrecen los impuestos y el monopolio sobre las armas. El Estado es, por usar las palabras de Rothbard, "la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión institucionalizadas, la "organización de los medios políticos" con el objetivo de enriquecerse, esto quiere decir que nos hallamos ante una organización criminal y que, por consiguiente, su categoría moral es radicalmente distinta de la de cualquiera de los legítimos dueños de propiedades". De este modo, Rothbard y los suyos concluyen que al ser una entidad de naturaleza inmoral, el Estado debe ser combatido hasta su desaparición, único momento en que será posible una auténtica "sociedad libertaria" basada en el capitalismo laissez-faire, la cooperación pacífica, el intercambio voluntario y una suerte de "paz perpetua". Ante los críticos sobre la imposibilidad de un capitalismo en una sociedad anarquista como la que él propone, Rothbard les contesta: "En otras palabras, creemos que el capitalismo es la máxima expresión del anarquismo y el anarquismo es la máxima expresión del capitalismo. No sólo son compatibles, sino que no se puede tener uno sin el otro. El verdadero anarquismo será el capitalismo, el verdadero capitalismo será el anarquismo".


3. Nuestra Teoría del Estado.

Dentro de la modestia, y tras explicar el concepto de Estado y las diversas teorías que desde posiciones liberales se han dado respecto del Estado, vamos a intentar apuntar la que consideramos una teoría liberal del Estado que puede servir para, en los momentos actuales, hacer frente a los envites del Estado Total que proponen las ideas y políticas socialistas.

Lo primero que debemos decir, es que nos separamos totalmente de la que podemos llamar "Tesis Rothbard" o de cualquier clase de veleidades anarquistas. Es cierto que el Estado es, fundamentalmente, coacción. Pero no es menos cierto (y Rothbard apenas le presta atención) que el Estado es también garantía. El Estado es una organización de la comunidad de naturaleza contingente: existieron comunidades políticas antes del Estado (la polis griega, el Imperio Romano o la Sociedad Feudal medieval son ejemplos claros sin salir del ámbito europeo occidental) y es posible que si el Estado llegase a su fin sigan existiendo comunidades políticas. No obstante, el Estado es la organización de la comunidad política que ha conocido (casi en exclusiva) el mundo civilizado occidental en los últimos 500 años aproximadamente.

Nuestra posición tampoco es la del "Estado Mínimo", aunque reconocemos su importancia. El Estado no solamente debe adoptar medidas que garanticen la labor de policía, cumplimiento de contratos y arreglo de controversias. En una sociedad compleja como la nuestra, existen una serie de ámbitos en los cuales la acción del Estado puede ser aconsejada y aconsejable. Al igual que hacía Hayek, nosotros no podemos negar la necesidad de que esté presente un papel de intervención subsidiaria del Estado. Lo que sí, al igual que hacia Hayek, debemos exigir que ese principio de subsidiariedad incluya dos requisitos fundamentales:

1) Que no suponga un monopolio estatal sino que su actuación sea de solicitud voluntaria y de tal modo que no perjudique las posibilidades de actores privados de prestar dichos servicios en el mercado en un régimen de libre competencia.

2) Que la prestación de servicios no esté encomendada al Estado central, sino que se deje en manos de organizaciones y entidades (principalmente de carácter municipal o regional) que no gocen de las prerrogativas inherentes a las Administraciones Públicas según el Derecho Administrativo (o Estatutario en la terminología británica).

De este modo no hay reparos a que el poder público asuma una serie de competencias (como la asistencia de aquellos que carecen de medios económicos, una sanidad de mínimos, la existencia de escuelas públicas, la realización de infraestructuras o un plan de seguros de jubilación) siempre que no sean de obligada realización por parte de los particulares, que esos mismos servicios puedan ser prestados por el sector privado (bien sea a través de empresas o de entidades sin ánimo de lucro) y que no se financien a cargo de impuestos y exacciones coactivas ni en su prestación el prestador público goce de prerrogativas exhorbitantes de las que carece el prestador privado.

Podemos llamar a esta lógica (que encuentra en una lectura de John Locke, en la Escuela Escocesa, en Burke y Tocqueville y en Friedrich Hayek, entre otros, sus principales exponentes) una teoría del "Estado Reducido" que se encontraría en un término medio entre el "Gobierno Limitado" de la tradición del Liberalismo Clásico y el "Gobierno Mínimo" característico de autores como von Mises.

Sin duda, ningún posicionamiento que se adopte desde el Liberalismo respecto del Estado será completamente satisfactorio. Cierto es que el Estado es una organización basada en la coacción violenta, algo a priori contrario a todos los principios liberales. Sin embargo no es menos cierto que en mayor o menor medida, prácticamente todos los liberales han defendido algun grado de estatalidad en las sociedades modernas. Solamente Rothbard y el libertarismo radical (llamado Anarco-capitalismo) se han negado a aceptar al Estado como parte sustancial de la sociedad libre y para evitar dotar de un papel moral al Estado han tenido que recurrir a las veleidades anarquistas, a plantear una sociedad basada en las actuaciones del individuo como un Robinson Crusoe y a vender que el capitalismo solamente es posible en una sociedad anarquista, con lo que olvidan que fundamental para el desarrollo de las libertades (y en especial la económica) hace falta un marco regulatorio que permita la libertad de todos atendiendo a una serie de normas comunes de caracter negativo (de "no hacer") y que dichas normas deben ser coactivamente impuestas (incluso mediante la "agresión" en términos rothbardianos) cuando el individuo no esté dispuesto a cumplir con ellas.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Una defensa económica, política y moral del capitalismo

"El laissez faire no significa: Dejen que operen las desalmadas fuerzas mecánicas. Significa: Dejen que cada individuo escoja cómo quiere cooperar en la división social del trabajo; dejen que los consumidores determinen qué empresarios deberían producir. Planificación significa: dejen que únicamente el gobierno escoja e imponga sus reglas a través del aparato de coerción y compulsión."

- Ludwig von Mises -


En los últimos tiempos asistimos a una serie de manifestaciones entre la clase política, el panorama mediático o incluso entre los propios ciudadanos que me resultan especialmente preocupantes. Se trata de la desacreditación entre la opinión pública del sistema económico capitalista con afirmaciones que hablan de "Dictadura de los Mercados", "Muerte del Capitalismo", "Especuladores" y otras categorías similares.

Se hace necesario por lo tanto hacer una defensa de la economía capitalista. Defender el "Capitalismo" se convierte de este modo en una posición no solamente económica, sino también política y moral. Es un deber inexcusable para un liberal emprender, allá donde pueda con sus medios (en mi caso, aquí en "Mosquetero Liberal") la Economía de Libre Mercado.

Lo primero que debo decir es que el término "Capitalismo" no es excesivamente de mi agrado, ya que prefiero los términos "Laissez-Faire", "Economía de Libre Mercado" o, incluso, simplemente "Liberalismo". Esto se debe en buena medida a que el concepto "Capitalismo" está presente en la mentalidad de las personas a través de las aportaciones de uno de sus mayores y más peligrosos críticos, el marxismo. Esta noción que transmite el Capitalismo como un sistema económico de explotación de una clase (la burguesía o clase propietaria) sobre otra (el proletariado o clase obrera) puede ser meridianamente falsa como la Historia ha demostrado, pero no deja de estar grabado a fuego en el entendimiento de las personas ante los fenómenos económicos.

Un primer frente de batalla en que puede defenderse esta Economía de Libre Mercado es, por supuesto, el económico. Desde una visión económica tenemos que decir que el Libre Mercado ha sido causa ineludible de un gran y profundo aumento de la riqueza en el mundo, inclusive entre las sociedades más desfavorecidas. El Libre Mercado (junto con el Socialismo o Economía Planificada) es el único modo de organizar económicamente sociedades tan complejas como las de hoy en día. En este sentido, ese Libre Mercado además se ha mostrado claramente superior al Socialismo en términos de generación de riqueza y bienestar de las personas. El Capitalismo Laissez-Faire, como bien expusieron von Mises y la Escuela Austriaca de Economía implica un sistema de intercambio voluntario a través del cual los consumidores deciden sobre el qué y el quién debe producir.

De este modo, el Mercado sería el "Orden Espontáneo" (por usar la terminología hayekiana) de naturaleza económica basado en el intercambio libre y voluntario de bienes y servicios cuyo sistema de precios se "fija" de forma descentralizada a través de lo que los economistas clásicos y neoclásicos llaman la "Ley de la Oferta y la Demanda". Por el contrario, el sistema de Economía Planificada se basa en un modelo económico en el cual es el Gobierno (o el Estado) el encargado de decidir qué, quién y cómo se ha de producir y por lo tanto el encargado de suministrar o de decidir sobre esos bienes y servicios de manera coactiva.

Von Mises, así como sus herederos de la Escuela Austriaca (sobre todo Hayek) dieron un paso más y demostraron (ya en los años 20 y 30 del siglo pasado) que el Socialismo es inviable económicamente ya que al carecer de un autentico "sistema de precios" no cuenta con la información adecuada para conocer las necesidades del consumidor y por lo tanto cuales deben ser los bienes a producir, lo que acaba conduciendo a aumentar la escasez hasta el colapso total del sistema.

Estos económistas también demostraron una cosa más (quizás aún más importante que la anterior) y es que no existe una posibilidad real en el largo plazo de mantener una tercera vía entre el Capitalismo Laissez-Faire y el Socialismo (lo que se conoce como Intervencionismo). Esto se debe fundamentalmente a que toda intervención orientada a transformar las condiciones económicas libres y espontáneas que se dan en el Mercado no solamente es ineficaz a la hora de lograr el objetivo bienintencionado que pretende, sino que además produce consecuencias justo contrarias a las pretendidas, lo que hace necesario una nueva intervención para solucionar ese "defecto" creando uno nuevo que requiere de una ulterior intervención y así de forma indefinida. De tal suerte que, una vez hemos entrado en la senda intervencionista, la única conclusión lógica es acabar desembocando en el Socialismo y en la finalización del Sistema de Precios libre. Este análisis von Mises lo ejemplifica, en su obra casi desconocida titulada Liberalismo: La Tradición Clásica, a través de los ejemplos con la fijación de salarios mínimos y con la fijación de precios máximos (lo que algunos llaman "precios justos").

Un segundo frente en que el Capitalismo Laissez-Faire puede y debe ser defendido por los liberales es el de la política. La Economía de Libre Mercado no solamente es el sistema económicamente más adecuado para gestionar intercambios voluntarios y para generar riqueza, sino que además es el modelo económico más compatible con la política democrática (o al menos con la Democracia bien entendida, alejada de la "Democracia Totalitaria" de la que hablan muchos liberales). Lejos de configurar una "Dictadura de los Mercados", el Laissez-Faire deposita en el individuo, el consumidor (que a su vez es en las sociedades democráticas generalmente también un votante), la soberanía sobre que productos adquirir con su dinero, enviando un mensaje inapelable a los productores que estos no tienen más remedio que aceptar, modificando sus posibles errores de producción si desean continuar operando en el mercado.

De este modo, la Economía de Libre Mercado no solamente determina qué se produce y quién lo hace, sino que a su vez deposita esa elección en el consumidor, un consumidor que para adoptar las decisiones adecuadas para mejorar su situación y alcanzar sus fines autónomos debe aprender a ser responsable con sus propias decisiones. Con ello, el Libre Mercado no solamente es el modelo de intercambio más adecuado para posibilitar que todos los individuos puedan alcanzar sus fines vitales, siendo por lo tanto el mecanismo económico más compatible con la democracia política, sino que constituye una escuela de aprendizaje estupenda para que un individuo (consumidor) se forme en la formulación de elecciones responsables, algo que sin duda favorece de manera indirecta la calidad de nuestros sistemas democráticos.

También hay otro punto adicional a todo esto. El Laissez-Faire es el único sistema económico posible en sociedades complejas basada en una lógica de cooperación e intercambio voluntario. El gran avance que la Economía de Libre Mercado ha producido en las sociedades (más aún que el aumento espectacular de la riqueza) es la forma mediante la que se ha producido mayoritariamente esa riqueza. Frente a las sociedades antiguas (como bien expuso Benjamin Constant, entre otros muchos autores), las sociedades modernas basadas en una Economía de Libre Mercado, generan su riqueza a través de la producción y el comercio y no mediante la guerra y la conquista. Esto sirve para favorecer que la riqueza total deje de ser un "juego de suma cero" donde lo que uno gana, el otro lo pierde, y se convierta en un "juego de suma positiva" donde todos ganan mediante el intercambio libre y voluntario. Ese proceso, como bien han previsto los liberales desde Adam Smith hasta Friedrich Hayek (pasando por Kant o von Mises), una vez llegue a todos los lugares del planeta sin restricciones y se ponga fin al nacionalismo económico (y por ende también al nacionalismo político y militar que lleva unido) será el pilar fundamental y único posible sobre el que se produzca lo que Kant o von Mises llaman un futuro de "Paz Perpetua". Ese futuro de paz continuada y estable, lejos de lo que defienden los intervencionistas no se producirá con la aparición de un macro Leviathan a nivel mundial, sino con la superación de los elementos de coacción en las relaciones sociales y económicas.

Por último existen importantes razones morales para defender el sistema del Capitalismo Laissez-Faire. Este fenómeno, entendido de la forma en que entiende la economía la Escuela Austriaca, ofrece el sistema económico y social más ajustado a la naturaleza humana. Alejada de los radicalismos que en uno y otro sentido encontramos en las obras de autores como Hobbes o Rousseau, el hombre por naturaleza no es intrínsecamente ni bueno ni malo. La naturaleza real del hombre (si tal cosa realmente existe, algo dudoso pero que no abordaremos en este artículo) es una naturaleza de ser finito, imperfecto, capaz en igual medida de ser bondadoso y altruísta como de ser malvado y cruel, con un conocimiento limitado y disperso sobre la realidad de los fenómenos complejos y que sin embargo tiene una predisposición natural y social a la cooperación en beneficio propio (que acaba repercutiendo en un beneficio igual o mayor a la vez para los demás). El Libre Mercado es el lugar de interacción económica mejor adaptado a este hombre descrito.

Existen dos fórmulas generalmente utilizadas para justificar moralmente este Laissez-Faire. La primera de ellas (que podemos encontrar por ejemplo en la obra de von Mises o de Hayek) se basa en un utilitarismo indirecto (derivado del juicio de utilidad a posteriori que mantenía David Hume) a través del cual la experiencia nos enseña que el Laissez-Faire ha sido el modelo económico más útil y eficaz a la hora de reducir las situaciones de pobreza y de permitir a los individuos alcanzar los fines a través del intercambio voluntario y la cooperación pacífica.

La segunda (presente en la obra de autores como Murray N. Rothbard o, en menor medida, Robert Nozick) consiste en la justificación ética del sistema Laissez-Faire por ser el único basado en la cooperación pacífica y voluntaria frente a los demás que vendrían derivados de la coacción y agresión proviniente del Estado contra los derechos naturales de la persona humana. Para esta línea de justificación es indiferente que el Laissez-Faire se haya demostrado el sistema más útil. Estos autores no niegan que el Libre Mercado sea el mecanismo económico más útil para alcanzar los fines humanos (de hecho, también lo ponen de manifiesto) sino que más bien lo defenderían incluso de no ser así ya que lo hacen por los valores éticos que de por sí el Libre Mercado tiene.


Como conclusión podemos ver como, a pesar de la tan trillada máxima de que supone una "Dictadura de los Mercados", la Economía de Libre Mercado es en primer lugar el mecanismo económico más eficaz de entre los posibles en una sociedad compleja tanto para la generación de riqueza como para lograr los fines libremente escogidos por los individuos; en segundo lugar es el sistema económico más "democrático" (o al menos en un sentido de Democracia bien entendida, como soberanía del conjunto de individuos/consumidores); y además en tercer lugar, y entendida la Economía de Mercado como lo hace la Escuela Austriaca de Economía, es el sistema económico que mejor se adapta a la naturaleza humana al ser esta imperfecta, basada en un conocimiento de la realidad que es limitado y disperso y con una tendencia a la cooperación derivado de la necesidad de toda persona de perseguir sus propios fines y mejorar su situación y la de sus seres más cercanos y queridos.


REFERENCIAS

Para completar el contenido de este artículo recomendamos la lectura de la obra de los autores pertenecientes a la Escuela Austriaca de Economía, y muy especialmente de Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek.

A este respecto e intentando conjugar la facilidad de acceso a la obra (por su importe) y de lectura (intentando buscar obras no demasiado complicadas de estos autores) junto con la profundidad y rigor de los argumentos, desde "Mosquetero Liberal" recomendamos las siguientes obras para el tema propuesto:

De Ludwig von Mises recomendamos su libro Liberalismo. La Tradición Clásica editado por Unión Editorial (Sexta y última edición de 2011) así como los siguientes textos y artículos (disponibles en Internet):

- El Cálculo Económico en el Sistema Socialista disponible en http://www.hacer.org/pdf/rev10_vonmises.pdf

- Política Económica. Pensamientos para hoy y para el futuro (Seis Conferencias dictadas en Buenos Aires en 1959) disponible en http://www.hacer.org/pdf/Mises00.pdf

- Políticas de Salarios, Desempleo e Inflación disponible en http://www.elcato.org/publicaciones/ensayos/ens-2002-01-11.html


Por su parte, de Friedrich A. Hayek, se recomienda la lectura de su ya clásico libro Camino de Servidumbre editado por Alianza en formato bolsillo, así como los siguientes documentos (del mismo modo que los de von Mises, con libre acceso a través de Internet):

- Individualismo: El Verdadero y el Falso disponible en http://primerolagente.com.ar/img/hayek.pdf

- La Libertad y el Sistema Económico disponible en http://www.hacer.org/pdf/ECON.pdf

- Los Principios de un Orden Social Liberal disponible en http://www.hacer.org/pdf/Hayek07.pdf

- El Uso del Conocimiento en la Sociedad disponible en http://www.hacer.org/pdf/Hayek03.pdf

jueves, 17 de noviembre de 2011

Izquierda, Derecha e Intelectuales

"Cualquiera que sea la definición de libertad que demos, debemos tener cuidado en observar dos requisitos: primero. que no contradiga los hechos; segundo, que sea coherente consigo misma."

- David Hume -


Una de las cuestiones tal vez más tópicas y, sin duda alguna, falsas es la máxima difundida que afirma "todos los intelectuales son de izquierdas". Esta falsa creencia se fundamenta en una serie de elementos que contradicen toda realidad objetiva. Repasemos los argumentos que desde la izquierda se exponen a este respecto y que en muchas ocasiones una derecha acomplejada de si misma acepta.

En primer lugar, es común entre los izquierdistas señalar que ser un intelectual equivale a ser un "hombre (o mujer) de progreso". Lo primero que hay que tener claro es que eso es absolutamente falso, y máxime en los términos en los que la izquierda entiende "ser de progreso". La izquierda entiende "ser de progreso" como una postura de idolatría hacia las máximas expuestas por las "Revoluciones Jacobino-Socialistas", esto es la que siguen la estela de la Revolución Francesa y de la Revolución Rusa. Siendo esto así, en su lógica equivocada, solamente alguien de izquierdas puede ser intelectual, y del mismo modo toda o casi toda la gente de izquierdas es intelectual aunque no hayan tenido una sola idea brillante en sus vidas. Obvia esta posición en primer lugar que existen otra serie de acontecimientos revolucionarios que me gusta llamar "Revoluciones Liberal-Conservadoras" y que tienen lugar fundamentalmente en el mundo anglosajón (esencialmente la Revolución Gloriosa de 1688-1689 en Inglaterra y la Revolución Americana de 1776-1787 que dio lugar a los Estados Unidos de América). Esta tradición revolucionaria, la auténtica tradición revolucionaria podríamos decir, no solamente es anterior a las revoluciones jacobino-socialistas, sino que se asienta en unos principios de libertad y derechos individuales claramente superiores. Este no es espacio para extenderse más en la exposición de este asunto (al que dedicaremos múltiples artículos en el futuro) sino que meramente debe ser apuntado como una línea de progreso libre de veleidades izquierdistas.

Un segundo argumento muy manejado por la izquierda es que los intelectuales pertenecen a sus filas básicamente debido a que hay mayor sustrato de ideas en la izquierda y en que, aunque no siempre lo expliciten, "la gente de izquierdas es más inteligente". Esto no es solamente falso, sino que denota un disparate y evidencia el principal error intelectual de la izquierda: creerse más listos que nadie, creer que ellos lo saben todo, lo conocen todo, lo dominan todo. Este argumento tan flojo epistemológicamente ha tenido en la Historia de la humanidad unas consecuencias además devastadoras para el género humano: el exterminio de millones de personas en favor de la causa de la izquierda a lo largo del siglo XX, el siglo de los genocidios en nombre del socialismo (sea de inspiración marxista o de inspiración nacional-socialista).

Por último existe un factor esencial presente en toda esa izquierda que asume que solamente entre sus filas existen intelectuales. Se trata de la doble vara de medir, tan del gusto del "Socialismo Obligatorio" sobre lo que son o no aportaciones intelectuales. No son los mismos los requisitos que la izquierda exige para considerar intelectual y con aportaciones de valor si se trata de un socialista, a los durísimos requisitos que pone para ello cuando se trata de un liberal o un conservador. El campo de la Ciencia Política, al ser el mío es el que mejor conozco y por lo tanto a él me remitiré (concretamente a la Filosofía o Teoría Política) en lo restante del artículo.

Resulta, sin lugar a dudas, curiosa la apreciación que en el mundo académico se tiene sobre el pensamiento político. Existe una tendencia generalizada a excluir del estudio, en la medida de lo posible, a determinados pensadores incómodos para la izquierda, procediéndose a continuación a manipular deliberada y engañosamente el pensamiento de aquellos a los que no han podido eliminar de su estudio.

Existen por un lado una serie de pensadores y autores en los que la derecha encuentra buena parte de su anclaje ideológico que desaparecen del estudio de las asignaturas orientadas a estudiar a los autores. Por ejemplo podemos hablar de la conocida Escuela de Salamanca (con su exponente tal vez más conocido, el padre Juan de Mariana). Podemos hablar también a este respecto de uno de los filósofos más importantes del mundo moderno/contemporáneo como es David Hume que sorprendentemente y pese a sus grandes aportaciones al estudio de la política es totalmente ignorado. Podemos hablar de Michael Oakeshott, sin duda uno de los grandes pensadores del siglo XX, conservador. O también Karl Popper, otro gran pensador del siglo XX, en su caso liberal. Podemos hablar en buena medida de los Padres Fundadores de la nación americana como John Adams, George Washington, James Madison, Alexander Hamilton, Benjamin Franklin o, incluso un radical (pero con muchos planteamientos útiles para el pensamiento liberal-conservador de hoy) como puede ser Thomas Jefferson. Todos ellos, desaparecidos de casi todo libro de Ciencia Política u obviados en su componente ideológico sustancial.

En un segundo momento encontramos aquellos autores que, sin poderse haber eliminado del todo su mención como autores políticos esenciales, se hace lo posible por desacreditarles si es preciso mediante la mentira. Los casos de Edmund Burke, Alexis de Tocqueville y Friedrich Hayek (los tres autores a los que la izquierda siempre ha deseado dejar fuera del estudio por considerarlos especialmente incómodos) son los tres casos más llamativos. Si se les logra estudiar, generalmente se les ubica junto a pensadores irracionalistas, partidarios del Antiguo Régimen y dictadores fascistas. Esa gran tirria de la izquierda hacia esas tres personas se debe a que por si solas, cada uno de ellos es ya en si mismo un implacable argumento frente a las ensoñaciones de la utopía totalitaria del socialismo. Para la izquierda es necesario cerciorarse de que la gente no lea a Burke, Tocqueville o Hayek y para eso lo mejor es explicar sus ideas en un sólo párrafo lleno de mentiras y diluido entre los De Maistre, Maurras o Hitler de turno.

Que decir de pensadores españoles como Ortega o Jovellanos... daría para escribir un libro solamente del ostracismo al que son sometidos por parte de las cátedras oficiales de la izquierda, y no nos detendremos más en ello.

¿Cuál es la solución frente a ello? Bien, Hayek ya lo dijo: "Si pretendemos el triunfo en la gran contienda ideológica de esta época, es preciso, sobre todo, que nos percatemos exactamente de cual es nuestro credo". Desde luego, una buena idea a ese respecto es concienciar a nuestra gente a leer, libres de los prejuicios difundidos por la izquierda, a todos estos autores. Afrontar la obra de autores como Burke, Tocqueville, Hayek, Hume, Popper, la Escuela Escocesa (que a parte de Hume incluye otros nombres como Adam Smith o Adam Ferguson, de los que no se habla o también se miente con descaro), Oakeshott o los Padres Fundadores de E.E.U.U. (por ejemplo los artículos de El Federalista escritos por Alexander Hamilton y James Madison es buena lectura política) o españoles como Ortega, Jovellanos o el padre Juan de Mariana. Solamente con acercarse a cuatro o cinco de estos autores, la gente podrá observar de primera mano y sin intermediaciones mentirosas que la tradición intelectual del pensamiento liberal y conservador no tiene nada (más bien todo lo contrario) que envidiar al pensamiento socialista.

Y aún ha quedado otro tema por tratar: la manipulación de la tradición liberal a manos del llamado "neo-republicanismo", que sin duda también es digna de mención, pero que dejaremos para otra ocasión.